Dos años y medio. Cuatro personas. Un par de literas. Un pasillo de 0,80 por
Tarnow, Polonia. A 80 kilómetros de Cracovia. 18 de septiembre de 1943. Lilita Mittler cumplía 8 años. La estación meteorológica 125750 reportaba una temperatura media de 15,2°. El viento soplaba a 10 kilómetros por hora con algunas ráfagas que alcanzaban los 16. La niebla descendía a través de una ciudad ocupada por las fuerzas nazi. La pequeña hija del matrimonio Mittler no podía vislumbrar esto. Ante sus ojos el paisaje abarcaba tiniebla, paredes, encierro. Y una luz: seguía con vida.
La familia de Lila Mittler estaba conformada por cuatro personas: sus padres Maurycy y Francziska, junto a ella y su hermano menor Zygmund. Todos habían conseguido guarecerse de los desmanes de la guerra en la casa donde vivía “su salvador” – como Lila misma lo llama –. Kazimierz Strzalkowski los refugió entre unos cuartos con doble pared que hacían un brevísimo pasillo prácticamente invisible: sin ventanas, ni luz. Sólo una pequeña puerta escondida que servía para que el celestino brindara comida e instrucciones a sus discretos acompañantes. La estadía estaba planificada para pocas semanas, tiempo en que se estimaba que terminaría aquel enfrentamiento “relámpago”. La fecha de salida se fue posponiendo progresivamente hasta que se hizo indefinida. Lila y su familia volvieron a ver la luz de Polonia en enero de 1945, al final de la guerra.
Su historia narra los pasajes de la segunda ciudad en cuanto a tamaño de la región Pequeña Polonia, ubicada cerca de las fronteras con Alemania. Tarnow (Tarnovia) es sede de muchas empresas de diversos sectores industriales, sobre todo el químico y alimenticio. Lila Mittler vivió sus primeros años muy cerca de esto. El relato de su sepultura y resurrección lleva el timbre de su propia voz.
Capítulo 1
El estallido
“Cuando se desencadenó la guerra, en 1939, yo apenas tenía 4 años. Sólo era una niña pequeña, pero me daba cuenta perfectamente de que algo sucedía, había intranquilidad en mis padres. Éramos una familia numerosa: 89 de ellos murieron. Nosotros, milagrosamente, nos salvamos.
Recuerdo que pocos días después del estallido de la guerra, los alemanes ocuparon nuestros territorios. Se veían desfilar por las calles aquellos regimientos enteros con tropas en actitud de victoria y prepotencia. Para 1940 los alemanes empezaron a fusilar a las personas en la calle o las subían en camiones cargados con judíos polacos que trasladaban hasta Alemania para ser víctimas de trabajos forzados. Como la zona en la que vivíamos era privilegiada, algunos de ellos se informaron sobre los mejores inmuebles. Entonces, iban a conocerlos y los confiscaban en cuestión de horas. Quienes allí habitaban debían salir a la brevedad llevando sólo las cosas más indispensables. Uno de estos alemanes fue Julius Riesche, quien escogió nuestra casa para sí, e incluso ocupó todo el edificio. Luego de ser desalojados fuimos enviados, junto a los otros, a los sectores pobres de la ciudad. Los judíos éramos agrupados en ciertos sectores, por órdenes alemanas. Eran una especie de pre-guetos.
Finalizando 1941 e iniciando el 42 la población judía tuvo que comparecer en las oficinas de la policía de seguridad alemana. Después de un corto interrogatorio nos colocaban diferentes sellos en nuestros documentos de identidad que eran como una especie de pasaporte. Los símbolos variaban: a veces marcaban un círculo, una k minúscula, o una K mayúscula. En el momento no supimos de qué se trataba pero al cabo de unos días entendimos su significado.
El primer día que tuvo lugar la “acción alemana” todo el mundo estaba en su casa, sin poder salir a la calle. Las patrullas de la SS y de la GESTAPO venían, arma en mano, revisando los documentos de todo el mundo, para verificar los distintos sellos. Quienes tenían el símbolo redondo eran los sobrevivientes; los de la k pequeña eran fusilados dentro de los mismos apartamentos y los de la K grande los enviaban a los campos de concentración en trenes cuya dirección era el trabajo forzado o la muerte.
Para ese momento, en nuestra casa vivía un amigo de mi papá que era oftalmólogo, el doctor Melo Rubin. Era un hombre exquisito, de sociedad. Su mujer y sus hijos habían viajado para Londres de paseo y allá les agarró la declaración de guerra, así que no pudieron volver. Rubin era un tipo romántico, muy elegante, de 40 y tantos años, que cayó en depresión profunda. Entonces, comenzó a beber y cada vez era más alcohólico. En casa, él buscaba con desespero algo para beber, pero como no encontraba comenzó a tomar alcohol desnaturalizado y se quedó ciego. Entonces era necesario ayudarlo a vestirse, bañarse, etc. El día de la “acción alemana” lo mataron en el acto, en la habitación contigua. Tenía una k minúscula en su documento.
Yo había cumplido 6 años, pero lo recuerdo perfectamente. Cuando la patrulla se marchó, escuchamos cómo Rubin gemía. No estaba muerto. Entramos para ayudarlo. Pero pronto se acercó otra patrulla y nos encontró auxiliándolo. Estos SS eran jóvenes y con sus botas le pegaban en la cabeza hasta que sacaron sus sesos. Yo adoraba al doctor Rubin y recuerdo su muerte como si fuera hoy.
Nosotros sobrevivimos a esa primera acción porque teníamos el sello redondo. Pero antes de ese momento nadie sabía qué significaba aquello, por eso no se podían tomar medidas previas. Los alemanes cambiaban sus códigos de clasificación constantemente.
Después de esto crearon el gueto y nos alojaron en él. Llegamos a un apartamentucho pequeño junto a mi abuela paterna de 84 años. A ella la querían fusilar el mismo día en que mataron al doctor Rubin, pero mi mamá se hincó de rodillas para salvarla. Uno de los muchachos alemanes dijo que dejaran a la viejita en paz porque él también tenía una abuelita en su casa. Pero en el gueto, en nuestra ausencia, la fusilaron dentro del apartamento.
Capítulo 2
Simón junto a mi mano
Dentro del gueto había tres guardias de la Gestapo que eran implacables y sanguinarios: mataban a quienes veían. Sus apellidos eran Rommelmann, Grunov y Kastura. Recuerdo que el primero tenía dos hijos, uno de 10 y otro de 13. Los llevaba al gueto y allí les enseñaba a dispararle a las personas. A veces los muchachos fallaban y herían a otros.
Dentro de ese escenario y a la expectativa de otra “acción alemana”, usábamos cualquier recurso para garantizar la subsistencia. Mi papá siempre tuvo muchas amistades no judías y también gente que trabajaba con él lo apreciaba mucho. Él tuvo una industria de cueros industriales porque era químico. Cuando vino la segunda acción alemana, mi papá tenía un contacto con una profesora de bachillerato que trabajaba en la resistencia polaca Ak. Se llamaba María Cierpich. Era una persona extraordinaria. Me llevó para su casa y me protegió. Yo casi cumplía 7 años. En un hospital que hacía frontera con el gueto había una cerca con un hueco por el que cabía un niño pequeño. Ella se acercó al sitio en bicicleta, me tomó y sentó sobre la barra. Cuando salimos los SS empezaron a iluminar los caminos. Yo temblaba. “Lilita, no tengas miedo – me decía -. Mira hacia delante, mira como ya nos alejamos”. Con nosotros no se metieron. En su casa estuve dos semanas y cuando todo se calmó me devolvió a mis padres pasándome a través del mismo hueco de la cerca del hospital. Recibí mucho amor de ella, así que es uno de mis personajes inolvidables.
Mientras yo estaba con María, mi hermano estaba en un búnker del gueto escondido. Nadie se atrevía a llevárselo para ayudarlo porque era muy pequeño, pero sobremanera por ser judío circunciso. Esa es la razón por la cual muchas más mujeres se salvaron.
En la industria donde trabajaba mi papá había un obrero que le atendía los hornos. Era un hombre con una casita en las afueras de la ciudad – una pequeña granja con vacas y gallinas, así que nos traía leche y mantequilla - y papá le tenía gran aprecio. Durante la guerra el señor se sintió con el deber de corresponderle a mi papá. Él vino a casa y se ofreció para salvarme cuando viniera otra acción de los alemanes. “Pero al niño no”, insistió. Él, como todos, tenía miedo por su familia.
Llegaron de nuevo las acciones de los alemanes. El obrero que trabaja para papá coordinó todo para salvarme de los fusilamientos. A mí y a nadie más. Mi papá estaba feliz y acordó con él un sitio para entregarme. El plan consistía en que mi mamá me iba a llevar a una hora determinada y pasada la cerca yo seguiría al obrero. Me vistieron de campesinita. Pero a mi mamá le angustiaba la vida de mi hermanito. Así que lo vistió de campesino también y me dijo: “Lo llevas de la mano contigo. Si aquel hombre se molesta mucho, tú a Simón lo mandas de vuelta. Pero si él no se pone bravo tú lo llevas contigo, de la mano”. Mi mamá sólo contaba con los buenos sentimientos de aquel hombre.
Cuando el obrero vio que mi hermano venía conmigo, se puso furioso. Empezó a caminar y nosotros tras él. Nos escondió en un depósito de heno para sus cosechas. Subía allí para darnos de comer. Mientras tanto, papá estaba en las mismas que nosotros. A él lo escondieron en el horno de la industria. Allí se estaba medio muriendo por el calor y los vapores.
Capítulo 3
Entierro y resurrección
Kazimierz Strzalkowski: nuestro salvador. Él nos escondió en su casa. Entre unos cuartos había una doble pared dentro de la cual nos alojamos todos. El espacio era como de 80 cm de ancho y 3 metros y medio de largo. Debíamos estar muy callados porque por un lado de la pared había baterías aéreas alemanas que pusieron allí sus instalaciones para disparar contra los rusos. Los alemanes tenían emplazadas barracas prefabricadas, así que constantemente venían para la casa. Desde nuestro escondite, sumergidos entre las paredes, nosotros escuchábamos cada respiro de ellos.
Los alemanes venían a bañarse y la familia tenía que prepararles la tina de baño y abandonar la casa. Allí encerrados sentíamos a los alemanes del otro lado mientras nosotros nos sumergíamos en el silencio para no sembrar sospechas. Era una situación muy tensa. Día tras día convivíamos en medio de dos paredes: una daba hacia las baterías alemanas; la otra, hacia el cuarto de la hermana y dueña de la casa, quienes no sabían nada de nuestra presencia. Así que debíamos ser muy prudentes.
En una oportunidad pasamos un gran susto. Uno de los peores alemanes de la SS allí apostado empezó a tocar las paredes porque al parecer había escuchado algo. Teníamos pánico. Entonces llegó la dueña de la casa y comenzó a protestar por sus muebles abiertos y la pérdida de gallinas y conejos. Gritaba de lo molesta que estaba. El alemán le decía que había escuchado susurros y risas, pero la acción de la mujer desvió su atención. Mi papá nos dijo entonces: “No tengan miedo, eso no es nada. Un disparo no duele, si nos dejamos morir nos vamos al cielo. Cuando nos fusilen, no miren cuando le disparan a los otros”.
Nuestro mundo era eso: lo que sentíamos de afuera, lo que nos daban para comer, nuestras dos literas y el periódico. Yo no tenía edad de ir al colegio, pero había aprendido a leer por una maestra particular que vivía en el sector judío, quien me dio clases de lectura, escritura aritmética. Yo leía con pasión todo lo que caía en mis manos, devoraba todos los periódicos. Mi padre hablaba alemán y siendo una niña de 7 u 8 años, me daban periódicos alemanes y leía los artículos de Gobbels: Das Reich, Völkischer Beobachter. “Lilita acuéstate”, me decían. De esos momentos recuerdo la imagen de la única lamparita de kerosene que nos regalaba un poquito de luz.
Así estuvimos hasta enero de 1945, escondidos y totalmente expuestos a la bondad de nuestros salvadores. El campesino tenía dos hijos y ninguno nos traicionó. Sabían exactamente lo que tenían que decir. Era una familia maravillosa. En 1992 los encontramos. Yo los admiro profundamente. Ellos y sus hijos fueron héroes. Tres millones de polacos gentiles fueron héroes: muchos nos salvamos gracias a ellos y ellos también vivían la angustia del exterminio con nosotros.
Capítulo 4
La flama de la lámpara
Luego de terminada la guerra por primera vez fui a la escuela. Me ubicaron en quinto grado. Me preparé durante medio año para saber todo lo que necesitaba para entrar al tercer grado y cuando me evaluaron me colocaron en quinto. Ese fue uno de los mayores acontecimientos de mi vida. Esa fue una emoción muy grande. La escuela era algo grandioso para mí. Mi gran ilusión después de tanta oscuridad. Yo era la única niña judía entre 860 alumnas.
Viendo mi vida en perspectiva, puedo decir que he tenido momentos oscuros, pero tuve también momentos muy luminosos. Ante todas las experiencias macabras de persecución y muerte, me quedé aferrada a lo bueno”. A la flama encendida de la lámpara.
Lorena Rodríguez Morales - Publicado en la Revista Recuerda de la Unión Israelita de Caracas, 2007
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