domingo, 3 de julio de 2011

¡Somos de maíz!

Dialogar con el dios dorado americano es cotidiano para el venezolano. Su omnipresencia nos deleita, nutre y colma el estómago, el alma y la tradición


El sol se reventó. Y la explosión provocó –contaban los aztecas– una catarata de gotas doradas, millones de ellas, que cayeron sobre la tierra para convertirse en maíz.
Luego, narrado en el Popol Vuh –“la Biblia de los mayas”; libro que trata de explicar el origen del mundo–, los dioses ensayaron la creación del hombre, concluyendo en cuatro figuras moldeadas de una pasta de maíz amarillo y blanco. Así, a partir de sus creencias, aztecas, mayas e incas se hicieron del maíz, como dios, proveedor, tesoro y ornato.
Y con ellos, Latinoamérica toda se hizo de maíz, en esencia, historia, cultura y paladar.
Somos hijos del grano dorado, cultivamos su fruto, tejemos sus hojas para resguardarnos del sol, alimentamos con él a la prole y al animal doméstico, hacemos aceites, jarabes, dulces, licores y nos deleitamos con su poder divino como equilibrador social.
Porque aquí, el maíz es para cualquiera. Es el “sustento de la vida” como lo llamaban las lenguas indígenas caribeñas, presente por igual en la mesa y el agrado de ricos y pobres, ya que en Venezuela “a nadie se le niega una arepa”.
Si bien el maíz ya no amanece al son de canto y pilón, permanece en la madrugada venezolana en la melodía  siseante de una empanada tostadita que se mece y chispea bajo las mieles de un aceite extraído de las entrañas del grano. Persiste, incluso, en el citadino que se conforma al bañar de leche unas crocantes hojuelas o en los bebitos que se estrenan probando las delicias de un “bollito espaturrado” y pintado con mantequilla.
La divinidad dorada –tanto por dios como por sabrosa– almuerza en los domingos familiares con las mazorcas que nadan en el sancocho, o junto a los apura’os que optan por una cachapa como fastfood criollo, al tiempo que acompaña al empresario que cierra un negocio brindando con un whisky destilado de su vientre.
Merienda el maíz con los pre-escolares disfrazado de mandocas (rosquillas dulces) y buñuelos, mientras hechiza a los falconianos con su tradicional budugué (harina con papelón). Empalaga a los más golosos con chichas, refresca y entusiasma a los agotados con carato y hace fiesta con los chucheros al ritmo del redoblante estallido cotufero. Todo, para rematar la cena con una arepita asada, rellena al gusto y preparada, como dicta la posmodernidad, a punta de harina de maíz precocida, la prensa calentita del “tostiarepa” y una pizca de sal…
Somos de maíz porque nos pertenece y nos define, porque desde tiempos pre-coloniales ha sido rey y sustento de América, porque su origen yace en este continente, tal como defienden los arqueólogos una vez demostrado que no existen vestigios –ni siquiera parecidos– en otras latitudes. Ya descifraron los científicos que antes del arribo español, el maíz tenía presencia desde Canadá hasta Chile, luego de haber encontrado y certificado depósitos de mazorcas que demuestran su cultivo desde hace más de siete mil años. Y es que, la primera referencia que del grano tiene Europa, la escribió el historiador español Agustín de Zarate Cosat en el siglo XVI en su texto Historia del descubrimiento y conquista de la provincia de Perú, donde afirma que “las viandas que en aquellas tierras comen los indios son maíz cocido y tostado en lugar de pan”.
“Si bien, el país clásico del maíz es México –compartió con ¡claro! el periodista Oscar Yanes–, nosotros en Venezuela somos parte de la civilización del maíz, principalmente por la arepa, que es una de las más relevantes expresiones de nuestra venezolanidad. Por eso nos tranquilizamos al pensar que “cada bebé viene con una arepa bajo el brazo”. Incluso, el famoso Tirano Aguirre, que no se sabe por qué razón odiaba la arepa, para insultar a los venezolanos decía: ‘Este es un pobre pueblo de comedores de arepa’. Y es que, para bien o para mal, la arepa nos define y es el símbolo palpable de lo que somos. Por eso, estamos tan vinculados con el maíz”.

El pan nuestro…
·  Bien dicen Rafael Cartay y Elvira Ablan en el Diccionario de alimentación y gastronomía en Venezuela (1997), que la arepa es “un pan preparado con maíz, agua y sal, en forma de disco, que sirve para acompañar otros alimentos”. Pero más allá de los conceptos, la arepa, ya sea dulce, salada, asada, frita, blanca, amarilla, viuda o rellena, es nuestra expresión culinaria más definitoria y cotidiana.

·  Un truquito margariteño es frotar el budare con grasa de cazón antes de “montar” la masa: así queda una arepa de color tentador...

·  ¿Quién recuerda otra?: "Es que no hay nada tan venezolano como la arepa" o “Fulanito es más popular que una arepa”, “es que tiene bozal de arepa”, “se nos puso cuadrada la arepa” o “hay que redondearse la arepa

·  Los niños venezolanos son expertos en hacerle, con el dedo índice, un agujerito en el centro a la masa, antes de que el adulto la eche al caldero. Así, la arepa frita queda crujiente y doradita (Umh... se me hizo agua la boca)

·  ¿Quién no esperó la llegada del domingo para que nos hicieran arepitas dulces, abombaditas y con granitos de anís? ¿Y qué hay de los zulianos con su arepa de coco? ¿O aquellas elaboradas el día anterior, que se rellenan con mortadela, se rebozan en una mezcla de harina, huevo y otros condimentos, y se fríen en aceite caliente para luego agregarles queso blanco, pollo, carne o cerdo al gusto, vegetales y salsas? ¡Bien atinado su apelativo de “tumbarranchos”!

·  Y no se pueden dejar atrás los nombres de nuestros pintorescos rellenos: reina pepiada (mezcla de pollo y aguacate), dominó (caraota y queso blanco), pelúa (mechada y queso rallado), rumbera (pernil y queso rallado), catira (pollo y queso rallado), sifrina (pepiada y queso amarillo), patapata (queso, caraota y aguacate), rompe colchón (mariscos varios) y más...

Panqueca criolla

·  Probablemente de origen indígena, la cachapa deleita a los turistas porque explota el dulzor del grano. Es preparada con maíz tierno amarillo molido y combinada con leche o agua, azúcar o papelón, sal y mantequilla, para ser dorada luego sobre un budare o sartén casero. Es un dios sol sobre el plato... ¡pa’ comer con las manos! (aunque hay quienes insisten en el cuchillo y tenedor...)

·  Entre sus acompañantes destacan el queso e’ mano o el de telita, el guayanés y hasta el crineja. Hay quienes agregan jamones, mientras en el llano y en Bolívar es ley casarlas con cochino frito. Siempre bañada en nata o mantequilla, a gusto del consumidor.

·  En casi todo el país se hacen las cachapas dulces, excepto en Margarita, donde las prefieren saladas.

·  Una variación es la cachapa de hoja: una masa de maíz fresco molido y endulzado que se envuelve en hojas de maíz bien cerradito con nudos o liguitas. Y luego a hervir en agua hasta que floten.

Maíz para tomar
·  Un poco ausente en la urbe, pero aún sobrevive en algunas regiones. El carato es una bebida insólitamente refrescante que se prepara con maíz remojado, ligeramente cocido y fermentado (lo que lo hace más o menos espirituoso) y endulzado con papelón. No es chicha de maíz, porque el carato es más ligero y suele combinarse con la pulpa de alguna fruta para darle sazón.

·  Uno de los más populares es el carato de acupe que, bien fermentado y luego de un par de días sin refrigeración, envalentona hasta al más cobarde. Por eso era típica su presencia en las parrandas decembrinas: ¡después de un buen carato, seguía la fiesta

·  Cuentan los historiadores que en la colonia el carato lo tomaban los peones que regresaban de las compras, los esclavos de mayor confianza y la servidumbre. Sin embargo, se dice que los hijos de los hacendados se colaban a los recovecos de las cocinas para beber a escondidas el delicioso brebaje.

·  El novelista venezolano Nicanor Bolet Peraza llegó a evocar: “Laures, recluida en su laboratorio de cacharros y coladores, había consagrado sus años todos a producir el celebérrimo carato que aún lleva su nombre; néctar plebeyo extraído del maíz y con tal maña aderezado que mortal ninguno ha logrado contrahacerlo o imitarlo, cuando no sea en la inevitable hojita de naranjo puesta a guisa de tapón en las botellas, y que se considera como “cachet” o marca de fábrica de la ilustre inventora de tan grato desalterante”.

El pop-pop-pop tentador
·  ¿Qué sería de los cinéfilos sin ese grano de maíz tostado y espolvoreado con sal?

·  No nos creamos muy modernos con las cotufas para microondas... Solo dimos un par de pasitos. Las “palomitas de maíz” eran un plato típico de los indios antes del arribo español. Cuando Colón descubrió el Nuevo Mundo, sus hombres llegaron a comprarle collares de cotufas a los nativos americanos...

·  En 1948, en cuevas de murciélagos de Nuevo México, se hallaron palomitas de maíz que fueron datadas del 3600 a.C.

·  ¿Y por qué cotufa? ¡Típico! Un venezolanismo que viene de la deformación del inglés corn to fry, que no es más que maíz para freír ¿Qué tal?

·  Para nosotros, cotufas. En el resto del mundo palomitas de maíz, pochoclos, pururú, pop, canchita, canguil, pororó, poporopos, crispetas, maíz pira, cabritas de maíz, pipocas, rosetas, roscas, tostones, cocaleca y más...

·  Una investigación reciente en Estados Unidos encontró que las cotufas son, además de una fuente importante de fibra, ricas en antioxidantes, sustancias que ayudan a reducir el riesgo de cáncer y enfermedades cardiovasculares.


Desgranando…
·         Hablando de licores, el bourbon está hecho del grano de maíz.

·         Las diferencias principales entre las distintas razas del maíz se refieren a la longitud, color, tamaño, tiempo de cultivo y flexibilidad. Las más conocidas son las Chuco, Sicariguas, Aragüito, Cubano Amarillo y Chandelle.

·         Ah Mun o Yum Kax era el dios del maíz entre los antiguos mayas. Es representado como un joven de cabellos largos y rostro atractivo, que porta en la cabeza o en las manos una mazorca de maíz y sus hojas.

     En la década de 1860, un estadounidense comenzó a elaborar una pequeña pasta a base de harina de maíz, haciendo unas pequeñas piezas tostadas en un horno para, posteriormente, empaquetarlas. Aquel hombre se llamaba W. K. Kellogg y ése fue el inicio de las famosas hojuelas que han recorrido el globo.

        Siendo un biocarburante derivado del bioetanol, el maíz puede mezclarse con gasolina para aumentar su octanaje, evitándose así el uso de sales de plomo, altamente contaminantes.

Lorena Rodríguez Morales - Publicado en la Revista ¡claro! nro. 231 del domingo 26 de junio de 2011

martes, 14 de junio de 2011

Te pareces tanto a mí...

El café y el venezolano han intimado tan profundamente que ya casi son uno solo. Se entremezclan en el estado de ánimo, en el protagonismo y en el goce mutuo. En la canción, el recuerdo y el sabor…

 

 

 

 
¡Ahora resulta que la culpa la tuvo el Ángel Gabriel! Cuenta la leyenda, a través de voces musulmanas, que en una ocasión Mahoma estaba muy enfermo. Fue entonces cuando el Ángel Gabriel le ofreció una bebida azabache, tan oscura como la Piedra Negra que yace en La Meca, y le devolvió así la salud y la fuerza: el café.

 
Desde esas latitudes para acá, son muchas las historias contadas en torno de un grano originario de Etiopía (África) que arribó a Venezuela en el siglo XVIII para apoderarse, sin contemplación, del afecto de su gente.

 
En este país, el oscuro brebaje ocupa un lugar irremplazable en las cocinas y los aromas mañaneros del hogar. Los adultos, con su criollísimo “guayoyo” y los niños, con su arepa “esmigajada” y sumergida en café con leche, han crecido, por generaciones, con el amargo cafetalero en el paladar.

 
Y en torno de éste, un ritual: “Mi abuela iba al mercado de El Cementerio, compraba café verde y lo tostaba en un caldero. A medida que le iba dando paleta para mover el grano, la cocina comenzaba a oler a gloria. Una vez tostado, lo molía y la casa en pleno se hacía una delicia. Y cuando hacía el cola’o… ¡aquel aroma explotaba! Entonces, todos nos íbamos reuniendo, convocados por ese perfume, y conversábamos mientras el café estaba listo. Eso es algo que los venezolanos llevamos incorporado. Por eso, el café es vital en nuestra vida social”, rememoró el barista (especialista en café, desde el cultivo hasta la taza) Paramaconi Acosta.

 

 
Quizás la vida moderna le arrebató al venezolano el tiempo para tostar y moler su propio café. Pero no ha podido con la manía de darse los buenos días, previa tacita en mano; o con la de agolparse en una panadería para poner a desfilar el casi infinito menú de apelativos con los que le hemos bautizado. Eso sí, siempre acompañado de una buena conversación.

 
Hasta hace pocos años, Venezuela producía todo el café que consumía y los excedentes se destinaban a la exportación, lo que colocó al grano criollo en una posición privilegiada en el mundo, por producir una excelente especie arábica, ideal para una preparación gourmet. “Eso acostumbró al paladar venezolano a degustar siempre un buen café”, indicó el también barista Pietro Carbone. En el último quinquenio, el país se ha visto en la obligación de importar un café cuya calidad no se asemeja al propio; es por eso que hoy nos quejamos de que el brebaje no tiene el penetrante aroma de antaño, o que el resultado –no importa su preparación– termina siendo demasiado “aguarapa’o”.

 
Al venezolano le gusta el café dulcito, con una buena porción de azúcar, miel o papelón. Y para los que cuidan la figura, los sustitutos del azúcar se han convertido en la opción. Una máquina de café es indispensable en el trabajo y en el comercio, porque disminuye la dispersión laboral en el primero (“voy a bajar por un café”) y porque “jala” la compra de otros productos en el segundo (no es raro el que pidió un ponqué para acompañar al “conlechito”). Pero como es una bebida para cualquier ocasión y hora, se multiplican en las calles venezolanas los pregoneros de café, aquellos que con termo en mano y gañote en voz van ofreciendo el elixir al transeúnte y haciendo la boca agua de más de un desprevenido.
El café en este país pertenece a todos: no declina entre clases sociales ni culturales, acompaña a un cachito panadero del mismo modo que concluye un almuerzo con langosta y prevalece en la punta de los labios a la hora de socializar: “Chico, hace tiempo que no nos vemos. Nos debemos un café…”. Tan arraigado es, que pertenece a la canasta básica, y es tan sofisticado, que participa activamente en las reuniones empresariales de más alto rango.

 
El café es nuestro y se adueñó de la pasión criolla con su estilo tradicional y sus variaciones que incluyen canela, crema o nata, leche condensada, chocolate y hasta licor; caliente o frío, como postre o aperitivo; el café ocupa una posición privilegiada en la mesa, la merienda y el alma del venezolano.

 
“El venezolano identifica cuándo un café es bueno y cuándo es malo, gracias a su paladar. No sabe por qué, pero lo capta de inmediato, porque estamos acostumbrados al buen café que producíamos”. Paramaconi Acosta, barista

 
Ábaco cafetero
  • La industria del café mueve cerca de 70.000 millones de dólares al año.
  • El café es la segunda mercancía comercializada en el mundo, después del petróleo.
  • 125 millones de personas viven del cultivo del café.
  • Cada año se beben alrededor de 400.000 millones de tazas de café.
  • La producción mundial es superior a 100 millones de bolsas  de café.
  • Los mayores exportadores de café somos los suramericanos, comenzando por Brasil y Colombia, seguidos por Perú, Ecuador y Venezuela.
  • En 9 de cada 10 hogares del mundo en los que se consume café, el grano proviene de América Latina.

 
Los cinco sentidos del elíxir

 
La vista
El que no lo conozca… ¡que se confunda! Hay que imaginarse la cara de un turista frente a una panadería en las mañanas: ¡Dame un marrón!; ¡para mí un cerrero!; ¡yo lo quiero teterito claro!
Lo cierto es que, más allá del paladar, nuestra particular forma de pedir el café nos ha legado una riqueza cromática en taza que sería un desperdicio no apreciar… He aquí nuestros marrones claros y oscuros, con leche y tetero, carga’o, corta’o, guayoyo, largo, corto, doble, guarapo y más…

 
¿Y qué hay de la moda? Es común hablar de los zapatos en tono café. Pero, ¿y de la blusa color té, o del cinturón tirando a colita? ¡Qué va!… ¿Qué sería de las estrellas del celuloide sin el maquillaje café?

 
“¿Cuál es la diferencia entre un marrón claro y un con leche oscuro? Ninguna. Pero para nosotros, ¡es distinto!” Paramaconi Acosta, barista

 
El gusto
La acidez es el sabor más característico del café. No está vinculado con lo amargo o el pH del brebaje. Es, más bien, un toquecito picante o agrio que se siente en la lengua. Algunos prefieren una acidez suave y otros, pronunciada.

 
El pocillo en que se sirve la bebida puede afectar su sabor. Por ello, lo más recomendable es la porcelana, la loza o el gres. Debe evitarse el metal, el vidrio y el plástico (¡Que alguien se lo haga entender a los panaderos, por favor!)

 
“La comodidad nos ha arrastrado hacia el café molido. Sin embargo, ya éste ha perdido muchas de sus propiedades. Lo mejor es comprarlo en grano y molerlo justo antes de prepararlo”. Pietro Carbone, barista

 
“¿En qué no se parecen el café y el venezolano? En que el venezolano no es amargado y el café tiene su amargor característico. El venezolano puede estar preocupado o molesto… ¿pero amargado? Es muy raro…” Paramaconi Acosta

 

 
El oído
“Así es la vida, ya usted ve, un cigarrito y un café”. Guaco

 
Si hay un sonido provocativo en la cocina es el del chorrito que sale del colador de café.

 
El “yojo” es un canto de trabajo a capela que se entona durante la recolección del café y que improvisa coplas que pueden ser introspectivas o cargadas de picardía, cantadas en tonos mayores y menores. Comúnmente, los versos terminan con un “morena yojo” o un “manita yojo”.

 
“Una pena de amor, una tristeza
lleva el zambo Manuel y en su amargura
pasa incansable la noche moliendo café”
Hugo Blanco escribió la mundialmente reconocida canción Moliendo café, de la cual ya se han hecho más de 800 versiones en todo el planeta.

 

 

 

 
El tacto
Un café con cuerpo deja una textura agradable en la boca y cierta pesadez en la lengua, mientras su sabor permanece. Cuando la bebida carece de cuerpo, es aguada y efímera.

 
Se considera que el cuerpo es la sensación de plenitud que deja un sorbo de café en la boca.

 
Sumergir las manos en un saco de granos de café puede ser un deleite para muchos… O por lo menos lo sería para la fílmica Amelie…

 

 
El olfato
“Venezuela, en la mañana, definitivamente huele a café”. Pietro Carbone, barista.

 
La fragancia del café es definitoria, pero muy difícil de describir. Es la explosión de las esencias propias del grano. La intensidad del olor depende de la frescura del café y el tiempo que transcurre entre el molido y la preparación.

 
Una característica clave del café venezolano es el aroma. Cuando yo empiezo a moler y preparar café en la oficina, generalmente llega alguien para decirme que todo el pasillo huele a café. El café es muy protagónico, es muy salí’o… Así como el venezolano, que es escandaloso, se hace sentir en donde llega a través del verbo, de la conversa”. Paramaconi Acosta.

 

 
Negrito para llevar

 
La receta de Pietro Carbone
“Para hacer un café con leche, yo recomiendo preparar primero un espresso, con un grano tostado y molido para espresso. Se agrega una dosis de entre 6 y 8 gramos y se hace una extracción de entre 20 y 30 segundos, que da como resultado final unos 20 ó 30 cc. Luego,  necesitas leche entera lo más fría posible –no de larga duración ni en polvo–, para hacerla crema y agregarla al café. Como esta bebida es tan noble, admite canela, chocolate, miel, papelón, licores, cardamomo, etc…”

 
El secreto de Paramaconi Acosta
Una receta básica para el guayoyo es un litro de agua por 75 g de café. Ponemos a hervir el agua; una vez que hierve apagamos, esperamos que baje, se repose un poco y le colocamos el café recién molido. Entonces, empezamos a darle paleta, a mover el agua para que el café libere sus aceites. Así, verás cómo se llena de burbujas cromáticas, tornasoles y huele asombroso. Una vez que tienes 4 ó 5 minutos dándole paleta, entonces lo pasas por el colador. Eso te va a dar un filtrado con mucho más cuerpo, más gustoso. Si simplemente pones el café en el filtro y dejas que pase el agua, vas a tener un café muy aguado”.

 
Lorena Rodríguez Morales - Publicado en la Revista ¡claro! nro. 228 del 3 de junio de 2011 - Fotos: Elisa Cardona - Cortesía de Revista ¡claro!

3 mts2: Un hogar. La historia de Lila Mittler de Fischbach

Dos años y medio. Cuatro personas. Un par de literas. Un pasillo de 0,80 por 3,50 metros enclaustrado entre dos paredes. Silencio. Sólo la flama débil de una lámpara de kerosene dibujaba una metáfora de esperanza



Tarnow, Polonia. A 80 kilómetros de Cracovia. 18 de septiembre de 1943. Lilita Mittler cumplía 8 años. La estación meteorológica 125750 reportaba una temperatura media de 15,2°. El viento soplaba a 10 kilómetros por hora con algunas ráfagas que alcanzaban los 16. La niebla descendía a través de una ciudad ocupada por las fuerzas nazi. La pequeña hija del matrimonio Mittler no podía vislumbrar esto. Ante sus ojos el paisaje abarcaba tiniebla, paredes, encierro.  Y una luz: seguía con vida.

La familia de Lila Mittler estaba conformada por cuatro personas: sus padres Maurycy y Francziska, junto a ella y su hermano menor Zygmund. Todos habían conseguido guarecerse de los desmanes de la guerra en la casa donde vivía “su salvador” – como Lila misma lo llama –. Kazimierz Strzalkowski los refugió entre unos cuartos con doble pared que hacían un brevísimo pasillo prácticamente invisible: sin ventanas, ni luz. Sólo una pequeña puerta escondida que servía para que el celestino brindara comida e instrucciones a sus discretos acompañantes. La estadía estaba planificada para pocas semanas, tiempo en que se estimaba que terminaría aquel enfrentamiento “relámpago”. La fecha de salida se fue posponiendo progresivamente hasta que se hizo indefinida. Lila y su familia volvieron a ver la luz de Polonia en enero de 1945, al final de la guerra.

Su historia narra los pasajes de la segunda ciudad en cuanto a tamaño de la región Pequeña Polonia, ubicada cerca de las fronteras con Alemania. Tarnow (Tarnovia) es sede de muchas empresas de diversos sectores industriales, sobre todo el químico y alimenticio. Lila Mittler vivió sus primeros años muy cerca de esto. El relato de su sepultura y resurrección lleva el timbre de su propia voz.

Capítulo 1

El estallido

“Cuando se desencadenó la guerra, en 1939, yo apenas tenía 4 años. Sólo era una niña pequeña, pero me daba cuenta perfectamente de que algo sucedía, había intranquilidad en mis padres. Éramos una familia numerosa: 89 de ellos murieron. Nosotros, milagrosamente, nos salvamos.

Recuerdo que pocos días después del estallido de la guerra, los alemanes ocuparon nuestros territorios. Se veían desfilar por las calles aquellos regimientos enteros con tropas en actitud de victoria y prepotencia. Para 1940 los alemanes empezaron a fusilar a las personas en la calle o las subían en camiones cargados con judíos polacos que trasladaban hasta Alemania para ser víctimas de trabajos forzados. Como la zona en la que vivíamos era privilegiada, algunos de ellos se informaron sobre los mejores inmuebles. Entonces, iban a conocerlos y los confiscaban en cuestión de horas. Quienes allí habitaban debían salir a la brevedad llevando sólo las cosas más indispensables. Uno de estos alemanes fue Julius Riesche, quien escogió nuestra casa para sí, e incluso ocupó todo el edificio. Luego de ser desalojados fuimos enviados, junto a los otros, a los sectores pobres de la ciudad. Los judíos éramos agrupados en ciertos sectores, por órdenes alemanas. Eran una especie de pre-guetos.

Finalizando 1941 e iniciando el 42 la población judía tuvo que comparecer en las oficinas de la policía de seguridad alemana. Después de un corto interrogatorio nos colocaban diferentes sellos en nuestros documentos de identidad que eran como una especie de pasaporte. Los símbolos variaban: a veces marcaban un círculo, una k minúscula, o una K mayúscula. En el momento no supimos de qué se trataba pero al cabo de unos días entendimos su significado.

El primer día que tuvo lugar la “acción alemana” todo el mundo estaba en su casa, sin poder salir a la calle. Las patrullas de la SS y de la GESTAPO venían, arma en mano, revisando los documentos de todo el mundo, para verificar los distintos sellos. Quienes tenían el símbolo redondo eran los sobrevivientes; los de la k pequeña eran fusilados dentro de los mismos apartamentos y los de la K grande los enviaban a los campos de concentración en trenes cuya dirección era el trabajo forzado o la muerte.

Para ese momento, en nuestra casa vivía un amigo de mi papá que era oftalmólogo, el doctor Melo Rubin. Era un hombre exquisito, de sociedad. Su mujer y sus hijos habían viajado para Londres de paseo y allá les agarró la declaración de guerra, así que no pudieron volver. Rubin era un tipo romántico, muy elegante, de 40 y tantos años, que cayó en depresión profunda. Entonces, comenzó a beber y cada vez era más alcohólico. En casa, él buscaba con desespero algo para beber, pero como no encontraba comenzó a tomar alcohol desnaturalizado y se quedó ciego. Entonces era necesario ayudarlo a vestirse, bañarse, etc. El día de la “acción alemana” lo mataron en el acto, en la habitación contigua. Tenía una k minúscula en su documento.

Yo había cumplido 6 años, pero lo recuerdo perfectamente. Cuando la patrulla se marchó, escuchamos cómo Rubin gemía. No estaba muerto. Entramos para ayudarlo. Pero pronto se acercó otra patrulla y nos encontró auxiliándolo. Estos SS eran jóvenes y con sus botas le pegaban en la cabeza hasta que sacaron sus sesos. Yo adoraba al doctor Rubin y recuerdo su muerte como si fuera hoy.

Nosotros sobrevivimos a esa primera acción porque teníamos el sello redondo. Pero antes de ese momento nadie sabía qué significaba aquello, por eso no se podían tomar medidas previas. Los alemanes cambiaban sus códigos de clasificación constantemente.

Después de esto crearon el gueto y nos alojaron en él. Llegamos a un apartamentucho pequeño junto a mi abuela paterna de 84 años. A ella la querían fusilar el mismo día en que mataron al doctor Rubin, pero mi mamá se hincó de rodillas para salvarla. Uno de los muchachos alemanes dijo que dejaran a la viejita en paz porque él también tenía una abuelita en su casa. Pero en el gueto, en nuestra ausencia, la fusilaron dentro del apartamento.

 

Capítulo 2

Simón junto a mi mano

Dentro del gueto había tres guardias de la Gestapo que eran implacables y sanguinarios: mataban a quienes veían. Sus apellidos eran Rommelmann, Grunov y Kastura. Recuerdo que el primero tenía dos hijos, uno de 10 y otro de 13. Los llevaba al gueto y allí les enseñaba a dispararle a las personas. A veces los muchachos fallaban y herían a otros.

Dentro de ese escenario y a la expectativa de otra “acción alemana”, usábamos cualquier recurso para garantizar la subsistencia. Mi papá siempre tuvo muchas amistades no judías y también gente que trabajaba con él lo apreciaba mucho. Él tuvo una industria de cueros industriales porque era químico. Cuando vino la segunda acción alemana, mi papá tenía un contacto con una profesora de bachillerato que trabajaba en la resistencia polaca Ak. Se llamaba María Cierpich. Era una persona extraordinaria. Me llevó para su casa y me protegió. Yo casi cumplía 7 años. En un hospital que hacía frontera con el gueto había una cerca con un hueco por el que cabía un niño pequeño. Ella se acercó al sitio en bicicleta, me tomó y sentó sobre la barra. Cuando salimos los SS empezaron a iluminar los caminos. Yo temblaba. “Lilita, no tengas miedo – me decía -. Mira hacia delante, mira como ya nos alejamos”. Con nosotros no se metieron. En su casa estuve dos semanas y cuando todo se calmó me devolvió a mis padres pasándome a través del mismo hueco de la cerca del hospital. Recibí mucho amor de ella, así que es uno de mis personajes inolvidables.

Mientras yo estaba con María, mi hermano estaba en un búnker del gueto escondido. Nadie se atrevía a llevárselo para ayudarlo porque era muy pequeño, pero sobremanera por ser judío circunciso. Esa es la razón por la cual muchas más mujeres se salvaron.

En la industria donde trabajaba mi papá había un obrero que le atendía los hornos. Era un hombre con una casita en las afueras de la ciudad – una pequeña granja con vacas y gallinas, así que nos traía leche y mantequilla -  y papá le tenía gran aprecio. Durante la guerra el señor se sintió con el deber de corresponderle a mi papá. Él vino a casa y se ofreció para salvarme cuando viniera otra acción de los alemanes. “Pero al niño no”, insistió. Él, como todos, tenía miedo por su familia.

Llegaron de nuevo las acciones de los alemanes. El obrero que trabaja para papá coordinó todo para salvarme de los fusilamientos. A mí y a nadie más. Mi papá estaba feliz y acordó con él un sitio para entregarme. El plan consistía en que mi mamá me iba a llevar a una hora determinada y pasada la cerca yo seguiría al obrero. Me vistieron de campesinita. Pero a mi mamá le angustiaba la vida de mi hermanito. Así que lo vistió de campesino también y me dijo: “Lo llevas de la mano contigo. Si aquel hombre se molesta mucho, tú a Simón lo mandas de vuelta. Pero si él no se pone bravo tú lo llevas contigo, de la mano”. Mi mamá sólo contaba con los buenos sentimientos de aquel hombre.

Cuando el obrero vio que mi hermano venía conmigo, se puso furioso. Empezó a caminar y nosotros tras él. Nos escondió en un depósito de heno para sus cosechas. Subía allí para darnos de comer. Mientras tanto, papá estaba en las mismas que nosotros. A él lo escondieron en el horno de la industria. Allí se estaba medio muriendo por el calor y los vapores.

Capítulo 3

Entierro y resurrección

Kazimierz Strzalkowski: nuestro salvador. Él nos escondió en su casa. Entre unos cuartos había una doble pared dentro de la cual nos alojamos todos. El espacio era como de 80 cm de ancho y 3 metros y medio de largo. Debíamos estar muy callados porque por un lado de la pared había baterías aéreas alemanas que pusieron allí sus instalaciones para disparar contra los rusos. Los alemanes tenían emplazadas barracas prefabricadas, así que constantemente venían para la casa. Desde nuestro escondite, sumergidos entre las paredes, nosotros escuchábamos cada respiro de ellos.

Los alemanes venían a bañarse y la familia tenía que prepararles la tina de baño y abandonar la casa. Allí encerrados sentíamos a los alemanes del otro lado mientras nosotros nos sumergíamos en el silencio para no sembrar sospechas. Era una situación muy tensa. Día tras día convivíamos en medio de dos paredes: una daba hacia las baterías alemanas; la otra, hacia el cuarto de la hermana y dueña de la casa, quienes no sabían nada de nuestra presencia. Así que debíamos ser muy prudentes.

En una oportunidad pasamos un gran susto. Uno de los peores alemanes de la SS allí apostado empezó a tocar las paredes porque al parecer había escuchado algo. Teníamos pánico. Entonces llegó la dueña de la casa y comenzó a protestar por sus muebles abiertos y la pérdida de gallinas y conejos. Gritaba de lo molesta que estaba. El alemán le decía que había escuchado susurros y risas, pero la acción de la mujer desvió su atención. Mi papá nos dijo entonces: “No tengan miedo, eso no es nada. Un disparo no duele, si nos dejamos morir nos vamos al cielo. Cuando nos fusilen, no miren cuando le disparan a los otros”.

Nuestro mundo era eso: lo que sentíamos de afuera, lo que nos daban para comer, nuestras dos literas y el periódico. Yo no tenía edad de ir al colegio, pero había aprendido a leer por una maestra particular que vivía en el sector judío, quien me dio clases de lectura, escritura  aritmética. Yo  leía con pasión todo lo que caía en mis manos, devoraba todos los periódicos. Mi padre hablaba alemán y siendo una niña de 7 u 8 años, me daban periódicos alemanes y leía los artículos de Gobbels: Das Reich, Völkischer Beobachter. “Lilita acuéstate”, me decían. De esos momentos recuerdo la imagen de la única lamparita de kerosene que nos regalaba un poquito de luz.

Así estuvimos hasta enero de 1945, escondidos y totalmente expuestos a la bondad de nuestros salvadores. El campesino tenía dos hijos y ninguno nos traicionó. Sabían exactamente lo que tenían que decir. Era una familia maravillosa. En 1992 los encontramos. Yo los admiro profundamente. Ellos y sus hijos fueron héroes. Tres millones de polacos gentiles fueron héroes: muchos nos salvamos gracias a ellos y ellos también vivían la angustia del exterminio con nosotros.

Capítulo 4

La flama de la lámpara

Luego de terminada la guerra por primera vez fui a la escuela. Me ubicaron en quinto grado. Me preparé durante medio año para saber todo lo que necesitaba para entrar al tercer grado y cuando me evaluaron me colocaron en quinto. Ese fue uno de los mayores acontecimientos de mi vida. Esa fue una emoción muy grande. La escuela era algo grandioso para mí. Mi gran ilusión después de tanta oscuridad. Yo era la única niña judía entre 860 alumnas.

Viendo mi vida en perspectiva, puedo decir que he tenido momentos oscuros, pero tuve también momentos muy luminosos. Ante todas las experiencias macabras de persecución y muerte, me quedé aferrada a lo bueno”. A la flama encendida de la lámpara.

Lorena Rodríguez Morales - Publicado en la Revista Recuerda de la Unión Israelita de Caracas, 2007

viernes, 10 de junio de 2011

Homenaje a tres grandes que se llevó 2007


Luciano Pavarotti
El rey del DO agudo


Ochocientas personas en absoluto silencio dentro de la Catedral de Módena, Italia. Miles más en el exterior. El ensimismamiento durante el oficio religioso fue rasgado por una contundente ovación de pie, luego de degustar los acordes del Panis Angelicus de César Frank que recorrieron las paredes del templo interpretados por la voz de quien ya había expirado por última vez: Luciano Pavarotti, en compañía de su padre. Fue el último espectáculo multitudinario ofrecido por este tenor que logró la proeza de cantar nueve do agudos perfectos mientras debutaba en los escenarios norteamericanos en 1968 con La fille régiment de Donizetti. Desde los nueve años cantaba en una iglesia cercana a su casa y en los tiempos libres jugaba el fútbol, apasionadamente, con los otros niños del poblado. Más adelante, cuando llegó la hora de escoger una carrera, apuntó hacia la educación por consejo de su madre. Culminado el grado, entendió que su deseo era la música. Y llegó el ultimátum por parte de papá: tenía que hacerse un nombre antes de los 30 años, de lo contrario perdería el privilegio de refugio y comida que tenía en casa. En adelante, presencia en las óperas más aclamadas del globo, portadas y centimetraje en prensa, impacto masivo con Los tres tenores, un público enamorado de su voz... Luciano, ¡misión cumplida!


Aldemaro Romero
El Vivaldi venezolano

Fronteras abajo. Con el alma embelesada por claves de sol, corcheas y semicorcheas, concentró en una maleta musas y pentagramas para hacer tambalear límites geográficos y culturales. Sus composiciones recorren el mundo entero y, antes de partir, quedaron huellas de su presencia como director de la Orquesta Sinfónica de Londres, la Orquesta de Cámara Inglesa, la Orquesta Rumana de Radio y Televisión y la Real Orquesta Filarmónica, entre otras. Aldemaro Romero, autodidacta y niño músico, siempre jugueteó entre instrumentos para derrumbar también otras murallas: la imposibilidad que había tenido la música popular venezolana de conjugarse con el ámbito académico. Fue el precursor que le dio entrada. Y más adelante, la ayudó a madurar. Hablar de Aldemaro Romero dispara de inmediato en la memoria los acordes de Quinta Anauco o De repente con la cadencia de su Onda Nueva, que supo mimetizar sonidos criollos con armonías brasileras. Su obra y voz protagonizaron espacios en salas de conciertos, radio y televisión. Y sus arreglos formaron parte de los repertorios de Dean Martin y Jerry Lewis, Stan Kenton, Ray Mc Kinley, Machito, Noro Morales, Miguelito Valdés y Tito Puente. Una joya venezolana que dejó su legado en papel, tinta y vibración, para permanecer entre los blancos y negros de la sonrisa eterna de su piano.


Marcel Marceau
Los árboles mueren de pie
Rostro blanco de mirada triste. Un maltrecho sombrero del que nacía una flor. Todo el sentido de la música, la poesía, la psicología, el tiempo, la reflexión, la dulzura y tragedia humana en el alma de un personaje: BIP, encarnado por Marcel Marceau. Fuera de la caja de cristal que siempre envolvía al mimo en el escenario, se elevaba el hijo de un carnicero que murió en Auschwitz, mientras el muchacho participaba en la resistencia francesa contra las fuerzas nazi. Eran judíos. En medio del dolor por la pérdida de su padre, otra pena embargaba al artista: “Entre esos niños asesinados quizás estaba un Einstein, un Mozart, alguien que hubiera descubierto una droga contra el cáncer. Por eso tenemos la gran responsabilidad de amarnos los unos a los otros”. Tristeza y ternura que alimentaron un sentido del humor agridulce en sus montajes. BIP, como reflejo de la historia del hombre, comunicó e inspiró introspecciones sobre la miseria, la violencia y el encanto de los detalles más pequeños en la existencia humana. Marceau ha partido, pero como historiador del presente, testigo y testimonio de nuestra vulnerabilidad permanece BIP en la memoria colectiva de la segunda mitad del siglo XX para decirnos: Shhh... He aquí el silencio...


Lorena Rodríguez Morales - Publicado en la Revista ¡claro! Nro. 49 del domingo 30 de diciembre de 2007 - http://www.claro.com.ve/